Politics

Una derrota y dos lecciones urgentes

“Enmarcar la problemática como una épica por la defensa del orden constitucional en medio de un descontento generalizado no tiene sentido”.

Cada vez más elecciones en el mundo terminan enmarcadas como una lucha contra la amenaza autoritaria. Frente a las crisis diversas, se multiplican los actores políticos con credenciales democráticas dudosas o abiertamente autoritarios que son opciones viables para ganar elecciones. Ante tales amenazas, los actores moderados han abanderado la defensa de la democracia no solo como fin en sí mismo, sino también como medio para movilizar electores. La última elección en Estados Unidos es un capítulo más en esta saga. Quizás el más relevante para la política global por la influencia que todavía tiene, aun simbólicamente, el país del norte en otras regiones.

Y es que el riesgo es real. Donald Trump empezó su carrera como un actor antisistema, con un claro desprecio hacia los controles constitucionales que son pilares fundamentales de toda democracia. Sin embargo, a diferencia del 2016, hoy tiene un camino más despejado. Sus partidarios no solo están más radicalizados, sino que controlarán varias instituciones que deberían hacer contrapeso al Ejecutivo. El presidente electo tiene hoy más aliados poderosos en el ámbito doméstico e internacional que hace ocho años, mientras que los actores globales que le hicieron frente en su primer mandato se han debilitado considerablemente.

Es una derrota contundente de la “lucha democrática” como estrategia de movilización electoral. Los demócratas plantearon su campaña como un juego entre el bien y el mal, entre la democracia y el autoritarismo. Hace una década, esta plataforma hubiera sido suficiente para hacerle frente. Hoy el mundo es diferente. Pero, más allá del lamento, queda una oportunidad para aprender de los errores y enrumbar las estrategias de contención autoritaria en el futuro, incluyendo las nuestras.

Una primera lección es sobre el encuadre de las campañas. Es evidente el límite de las ansiedades democráticas como antídoto. El descontento con el funcionamiento del régimen democrático y sus limitados resultados para los ciudadanos se ha extendido. Nadie defiende lo que no le conviene. Enmarcar la problemática como una épica por la defensa del orden constitucional en medio de un descontento generalizado no tiene sentido. Más aún cuando ese discurso se ha partidarizado. Cuando la sociedad está polarizada y aparece un actor antisistema, no puedes movilizar al electorado en su contra con el discurso del statu quo; tienes que proponer otra vía. Menos centrismo y más compromiso con una alternativa diferente frente al pasado disfuncional y el futuro autoritario.

Una segunda lección tiene que ver con los límites del discurso tecnocrático. “Nosotros sí sabemos qué necesita el país y cómo hacerlo” era, aquí y en cualquier parte, un eslogan pegadizo y suficiente para ganar adeptos. Ya no lo es. Por lo menos no en su versión “nosotros tenemos el conocimiento técnico”. No es solo un problema de desinformación. Primero, porque los gobiernos que han usado esos discursos han llevado a sus países a crisis de todas maneras. Aquí lo experimentamos con nuestro autoproclamado “gobierno de lujo”. Segundo, porque en momentos de crisis existencial como los que vivimos no hay nada menos reconfortante que una perorata de cifras e indicadores. Y, finalmente, porque el ciudadano promedio desdeña cada vez más el rollo técnico, sobre todo cuando suena a recriminación elitista: “Nosotros somos los iluminados y ustedes los ignorantes”.

La elección que viene para el Perú definirá, en gran medida, el futuro de la poca institucionalidad que queda en el país. Conviene, entonces, sacar provecho de estas lecciones y enrumbar los esfuerzos en construir alternativas que dialoguen con las preocupaciones más urgentes de la ciudadanía. Lamentablemente, no existe, a la fecha, una alternativa “democrática” que no siga repitiendo los mismos errores. Que no siga respondiendo a la amenaza sin propuestas concretas; señalando la demagogia y los apetitos particulares de los radicales, en lugar de proponer agendas viables para los temas urgentes o dar respuesta a la petición mayoritaria por cambios sustantivos. Para mañana ya es tarde.

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