El nivel de acceso a los servicios públicos más básicos viene estancado en los últimos años. Y sin un Estado que invierta en ellos, la calidad de vida de la población tenderá a la baja.
El 10,3% de las personas que viven en los mayores aglomerados urbanos del país –entre ellos, Córdoba y Río Cuarto– no tienen disponibilidad de agua potable de red; el 28,5% no está conectada a cloacas, y el 39% no accede al servicio de gas natural.
Los datos se desprenden del informe de “Indicadores de condiciones de vida de los hogares”, correspondiente al primer semestre del año y difundido el martes pasado por el Indec.
El estudio completa la información destacando que la mitad de las personas (el 50,5%) no tienen acceso al menos a alguno de esos tres servicios. Se trata de una población de 15 millones de individuos que viven en 4,6 millones de hogares.
Sólo las repetidas crisis económicas de los últimos años y las malas gestiones de los gobiernos de turno pueden explicar que un país tan rico como la Argentina muestre estos bajos niveles de acceso a servicios públicos tan básicos como el agua, el gas y el saneamiento urbano.
El informe del organismo oficial da cuenta de que, desde 2021 hasta esta parte, la ampliación de las redes de dichos servicios apenas si ha seguido el crecimiento demográfico, con varias ciudades en las que el nivel de acceso incluso se redujo en términos reales, debido al aumento lógico en el número de hogares.
Definitivamente, el panorama actual en este tema que afecta directamente la calidad de vida de miles de familias no es satisfactorio. Pero cabe preguntarse si a futuro puede advertirse alguna perspectiva de mejora. Y la respuesta, a juzgar por la paralización casi total de la obra pública decidida por el gobierno de Javier Milei, tampoco es buena.
Ampliar el acceso a estos servicios requiere de una injerencia directa del Estado, no necesariamente en la ejecución de las obras que hacen falta para extender las redes, pero sí en el diagnóstico de cada situación, en la asignación de prioridades, en el diseño de los trabajos y, por supuesto, en el financiamiento de estos.
Sin esa participación, es prácticamente imposible que los servicios públicos lleguen a la población que hoy carece de ellos, y también a la que necesitará de estos a futuro. Eliminar la obra pública no sólo quita un elemento altamente dinamizador a la economía, sino que termina repercutiendo negativamente en las condiciones de vida de la población.
Lo mismo pasa con otro tipo de obras, como las viales o las hidráulicas, que hacen a la seguridad de todos y a la reducción de costos para la producción.
Antes de asumir como ministra, y cuando todavía era una de las figuras de peso en el futuro gabinete libertario, la ahora excanciller Diana Mondino había deslizado una propuesta no sólo insólita, sino difícil de imaginar. “Si, en vez de pagar impuestos para obra pública, se junta la gente de un barrio y se dice ‘hagamos tal obra’, por ejemplo, una cloaca, después se hace”, sugirió muy suelta de cuerpo en un reportaje radial.
“¿Y de dónde sacaría la gente la plata que hace falta para hacer esa cloaca?”, le repreguntó, atónita, la periodista que la entrevistaba. Y la respuesta de la economista cordobesa fue aún más sorprendente: “De los impuestos que van a dejar de pagar por la obra pública”.
Si, como parece, ese tipo de ideas casi descabelladas forman parte del ADN del actual Gobierno nacional, los servicios públicos no sólo serán de aquí en adelante más caros –como ya lo están siendo–, sino que brindarán peores prestaciones y para cada vez menos gente.
Y eso no nos acerca a países con un alto estándar en acceso y en prestación de servicios públicos, como Irlanda o Alemania, tal como le gusta pregonar al Presidente, sino a naciones que están en el fondo de cualquier ranking de desarrollo humano.